Tomás Alaniz sale a pedalear en ruta dos o tres veces por semana. Usa la bici para hacer las compras. El hombre recibió un reconocimiento de una asociación de ciclistas. Retomó los pedales cuando se jubiló y aún se mantiene en forma. Va a Liborio Luna o le da la vuelta a la ciudad.

“Me siento muy bien. La cabeza se despeja y uno se olvida de todo. Los dolores de rodilla o de piernas desaparecen”. Así definió Tomas Alaniz las sensaciones que invaden su cuerpo cada vez que se sube a la bicicleta. Por eso, aunque ya haya pasado los noventa años, no piensa dejarla y pretende pedalear hasta con la última de sus fuerzas.

Su historia con la compañera de dos ruedas, como la de muchos, empezó cuando era tan solo un niño de unos diez años. «Me habían comprado una para ir a la escuela y los sábados la agarraba y me iba al campo. Después me entusiasmé porque vivía a la par de la bicicletería de Cerutti y él juntaba a los muchachitos para entrenarlos», recordó.

En la adolescencia compitió en la tercera categoría de ciclismo hasta que a los 20 años le tocó hacer el Servicio Militar Obligatorio y tuvo que interrumpir su carrera. Al volver intentó retomar, pero después se dejó llevar por las ocupaciones y el cansancio del trabajo. «Hasta la vendí», lamentó.

Tomás fue peón en la construcción del Hogar Escuela. Después de la «colimba» también estuvo en la obra del actual Policlínico Regional «Juan Domingo Perón» y finalmente se estabilizó como electricista del ferrocarril.

Tarda entre dos horas y media y tres en hacer los recorridos. Usa casco y toda la protección. Pudo jubilarse joven, a los 53 años, y fue en ese momento en el que volvió a ese primer amor que fue la bicicleta. «No competía, pero salía para todos lados, iba con grupos y solíamos ir a Renca todos los años», contó.

Y es que, a diferencia de muchas personas, Tomás decidió no volver a separarse nunca más de los pedales. Siguió durante décadas y hasta el día de hoy se dedica a andar dos o tres veces por semana.

«Me voy a Liborio Luna, porque para allá van muchos ciclistas. Han hecho el asfalto en la ruta y dejaron la bicisenda para nosotros, que está marcada con amarillo», detalló.

Salir desde su casa, llegar hasta el paraje y regresar es un recorrido de unos cincuenta kilómetros, que completa en aproximadamente dos horas y media.

Pero no es su único circuito. «También doy toda la vuelta por la interfábrica. Agarro por Los Álamos, paso por la facultad hasta la rotonda de la autopista 55. Voy hasta la V Brigada y vuelvo», dijo para dibujar un mapa de forma imaginaria, que tiene unos sesenta kilómetros y le lleva solo un poco más de tiempo.

Durante el invierno sale en el horario de la siesta, pero en verano lo hace por la tarde, cuando afloja el calor. Muchas veces entrenaba junto a grupos de ciclistas, si no lo acompaña un amigo que es veterano de guerra y en otras ocasiones lo hace solo, siempre con casco.

A Alaniz solo las canas y las arrugas le delatan más su edad. A pesar de que dice que no es de muchas palabras, habla con soltura y simpatía, con una asombrosa lucidez. Bajo sus lentes, achina los ojos cada vez que le sonríe a su esposa, Argentina, a quien conoce desde que eran dos adolescentes. No solo anda en ruta, sino que usa la de dos ruedas para hacer los mandados, aunque ella sufre si se demora más de la cuenta, ya que se rehúsa a utilizar celular.

«Me embroman un poco ahora, por la vejez, las rodillas. Los huesos empiezan a gastarse y duelen. Pero cuando estoy andando no siento nada. Solo de vez en cuando me molesta el brazo», dijo.

Hace dos semanas recibió un reconocimiento de La Peña Mercedina, una asociación de ciclistas, un gesto que lo emocionó. El año pasado había recibido una distinción similar de la Municipalidad.

«Este es mi deporte favorito. Creo que lo dejaré cuando no pueda mover las piernas», sentenció.

Fuente: El Diario de la República en Argentina